Aquí va una nueva entrada de blog sobre un trabajo que, aunque se publicó hace años, aún me tiene en estado de shock. Es una auténtica maravilla. Os aviso que esta entrada es larga, pero bonita. Va sobre la expansión del Universo y su relación con un astro muy especial.
En el Universo hay objetos curiosos e interesantes; también los hay especiales y extraordinarios; magníficos y únicos… Y después, está PKS1830-211 (o PKS18 para los amigos); un nombre que, después de leer estas líneas, seguro que no volverá a dejaros indiferentes.
PKS18 es lo que llamamos una lente gravitacional, formada por una galaxia situada a unos 7300 millones de años-luz, cuya masa es capaz de curvar las trayectorias de la luz que le llega de un agujero negro muy muy lejano (a más de 11000 millones de años-luz), produciendo (visto desde la Tierra) dos imágenes del mismo agujero negro.

Hasta aquí, todo bien. Parece una lente gravitacional más; del montón. Pero PKS18 también tiene otras características muy especiales que la hacen única. De hecho, en todo el Universo conocido solo sabemos de dos astros que posean todas esas especiales características… Y PKS18 es (con diferencia) el mejor de ellos.
De entre todas esas remarcables propiedades de PKS18, aquí solo hablaremos de una: además de ser una lente gravitacional, PKS18 también actúa como la «sombra china» de unas lejanas nubes moleculares. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que, por una puñetera casualidad, unas nubes moleculares (sí, esos conglomerados de gas y polvo donde nacen las estrellas) situadas en los brazos espirales de la «galaxia lente» (la que está a 7300 millones de años-luz) se interponen justamente entre nosotros y el agujero negro del fondo. En esta figura de abajo, tenéis el esquema de esta configuración tan especial.

Esas nubes moleculares, las estamos viendo tal y como eran cuando el Universo tenía la mitad de su edad actual; una época bastante especial, ya que alrededor de esa época (hace entre 7 y 11 mil millones de años) en el Universo nacían estrellas a un ritmo trepidante. Ese fue el «baby boom» de la formación estelar. Jamás hubo (ni seguramente habrá) otra época igual en toda la historia del Universo.
Hoy en día, las estrellas nacen a un ritmo casi 10 veces menor que durante el pico de aquel «baby boom». Poder estudiar un «criadero de estrellas» (una nube molecular) de aquel pasado remoto puede ser muy interesante. Pero esa es otra historia, que contaremos en otra ocasión. 🙂
Las moléculas que formaban aquellas nubes absorbían parte de la luz que les llegaba del lejano agujero negro, dejando en la luz saliente, a modo de «sombra china», un «espectro de absorción». En ese espectro, todas las moléculas que había en esas nubes nos fueron dejando señales únicas (a modo de «huellas dactilares») que hoy nos dicen de qué estuvieron hechos aquellos lejanos criaderos estelares hace más de 7000 millones de años.

En la figura de abajo podéis disfrutar de uno de los muchísimos espectros de absorción observados en PKS18 por mi colega Sébastien Muller. ¿Véis las moléculas orgánicas? ¿A que mola?

Vamos ahora a cambiar de tercio en nuestra historia (pero tranquilos, que todo el contenido de esta entrada del blog está relacionado):
Como seguramente ya sabréis, el Universo se encuentra en expansión. Pero lo que posiblemente algunos no sepáis, es cómo ocurre esa expansión. La expansión de nuestro Universo es consecuencia de que el espacio (no los astros que lo llenan, sino el espacio mismo) es dinámico; o sea, el espacio se está «estirando» entre las galaxias, lo que hace que la distancia entre éstas aumente y que la luz, que recorre dicho espacio, vaya alargando su longitud de onda (o sea, se vaya «enrojeciendo»). Este efecto es muy diferente del famoso «efecto Doppler», ya que el «enrojecimiento cosmológico» está producido por el estiramiento del espacio (que está directamente relacionado con la expansión del Universo), y no porque haya nada que esté «empujando» a las galaxias, alejándolas unas de otras.


Por otra parte, la radiación de fondo cósmico (o «CMB» para los amigos) es un campo de fotones que llena todo el espacio; una «reliquia» del Big Bang, recuerdo de cuando nuestro Universo solamente tenía unos trescientos ochenta mil años (vamos, que aún usaba pañales).
Como el CMB está hecho de rayos de luz, las longitudes de onda de todos esos fotones también están sufriendo un alargamiento relacionado con la expansión del Universo. O sea, que a medida que el Universo se expande, el CMB entero se va enrojeciendo y, por lo tanto, se va «enfriando» (longitudes de onda más largas se corresponden con temperaturas más bajas).
Hoy en día, la temperatura del CMB es de unos 2.7 K («K» de «Kelvin»). Pero si el modelo del Big Bang es correcto, esa temperatura debió ser mayor en el pasado (o sea, cuando el Universo era más pequeño y, por consiguiente, las longitudes de onda de todos los fotones del CMB eran más cortas).
¿Sería posible confirmar esta predicción de forma precisa, midiendo la temperatura del CMB en el pasado remoto? Para hacer eso, necesitaríamos usar una «máquina del tiempo», enviar un termómetro al pasado, ponerlo en el espacio interestelar, leer su medida y traerlo de vuelta al presente.
¿Creéis que podemos hacer algo así con nuestra tecnología? ¡Pues claro que sí (aunque no de forma literal)! Todos los astrónomos (seamos profesionales o aficionados) tenemos «máquinas del tiempo» a nuestra disposición. Son los «telescopios». Cuanto más lejos observamos con ellos, más «hacia el pasado» vamos.
Si el modelo del Big Bang es correcto, la temperatura del CMB cuando la luz de PKS18 abandonó aquellas nubes moleculares debió ser de unos 5.14 K. Y lo que hizo mi colega Sébastien Muller (del Observatorio Espacial de Onsala) fue convertir PKS18 en un «termómetro del CMB».
Sébastien utilizó los espectros imprimidos por las moléculas de aquellas lejanas nubes para estimar la temperatura de los rayos de luz del CMB, los cuales, al estar llenando todo el espacio (lo que incluye a las propias nubes moleculares), también chocaban y «calentaban» a las moléculas que las formaban, afectando con ello a sus espectros de absorción.
Sébastien concluyó, analizando aquellos espectros (aquellas «sombras chinas», que las nubes moleculares imprimían en la señal que les iba llegando del lejano agujero negro), que el CMB tenía una temperatura de 5.08 K (¡y con un error de solo 0.1 K!). Así es. Mi colega convirtió una lejana nube molecular en un «termómetro del CMB» y, con ello, vio cómo el estiramiento del espacio ha ido enfriando la radiación del CMB a lo largo de más de 7000 millones de años. Una confirmación preciosa de que la expansión del Universo se debe realmente al estiramiento del espacio que hay entre las galaxias, y no a nada que las «empuje» para separarlas unas de otras.
Además, su resultado es perfectamente compatible con la predicción del modelo del Big Bang (5.08 K medidos frente a los 5.14 K predichos por la teoría) y es (con diferencia) el más preciso de todos los estimados de la temperatura del CMB en épocas pasadas. ¡Wow! Cada vez que pienso en esta proeza observacional de mi amigo Sébastien, no dejo de sentirme muy orgulloso de poder trabajar con gente gente que, como él, es capaz de «exprimir» al máximo la información que nos llega del Universo.
Para los que queráis leer el artículo original, aquí os paso la referencia:
Enlace al artículo de Muller et al. (2013)
Por cierto, hace poco Sébastien y yo hemos enviado a revisión un artículo precioso, basado en un intenso monitoreo de las moléculas de agua que hay en esas nubes de PKS18. Si nos lo aceptan, os haré otra entrada de blog, explicándoos lo que hemos encontrado. Y lo voy dejando ya, que los datos no se calibran solos. ¡Hasta la próxima!